El ajetreo corresponde al de cualquier mañana. El sol ya avista su cénit y el mediodía se adecenta con el acelerado paso de viandantes. Hay oficinistas y abogados; jubilados y estudiantes. Es el cruce de la avenida de la Buhaira con Eduardo Dato. El tránsito de vehículos no cesa -muchos de ellos, camino de la cercana estación de Santa Justa-. Un inmigrante subsahariano ronda por el semáforo, entrega paquétes de kleenex a cambio de un euro. Al fin y al cabo, todo ocurre con normalidad en esta intersección. Pero los paseantes aprecian una pequeña variación, un olor que no siempre perciben en ese punto de la geografía hispalense. "¿Huele a vino?", pregunta un joven a su compañera de camino. "Parece mosto", responde ella rápidamente.
Esa sensación se acrecenta en las horas centrales del día, cuando los rayos de sol encienden el ambiente. Y es que, desde el pasado septiembre, ese olor ha escoltado a todo aquel que pasaba por este cruce de calles. Una peculiar comitiva que aguarda y regala una impresión sensorial; un perfume ajeno, normalmente, a la civilización urbanita. Y su razón se encontraba primero a varios metros de suelo y, después, a ras del mismo. En las palmeras de los Jardines de la Buhaira cuelga el fruto y en los arriates yace el efecto.
Los dátiles cayeron por su propio peso, por el paso del tiempo. Y, una vez a la altura de los pies del sevillano, fermentaron. "El elevado contenido en azúcares de los dátiles (en fresco casi el 50% de su peso) sumado a una temperatura ambiental de 20 a 25 grados favorece la fermentación de estos azúcares en muy pocas horas", explican los expertos. Y ese olor embriaga al paseante, que lo hace suyo y lo identifica a una esquina concreta de la ciudad. A ese cruce de caminos. A ese Eduardo Dato. A esa Buhaira.
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